Soy un origami inacabado. Soy esa manía obsesivo compulsiva de plegarme, de darme vuelta entre las manos a ver qué surge mientras amenazo continuamente las formas, tratando de resolver -al fin- qué soy. Ni siquiera pienso quién, sino eso: qué. Por lo general la geometría me huye; apenas algunos arcos, algunas curvas suaves en la espalda que me traduce al mundo y una que otra esquina punzante escondida hacia adentro, dispuesta a lastimar dedos ajenos si se empeñan en desenvolver con violencia los bordes de mi entramado.
Muy a mi pesar me faltan círculos. Casi nada logra cerrarse en mí y en cambio abuso de las espirales, hacia arriba y hacia abajo, como si olvidara que un día de una vez por todas tendré que detenerme y enrumbar hacia una única dirección -porque sí, en el fondo es a eso a lo que aspiro-.
Y acerca de los cuadrados, es definitivo... simplemente no me caben.
Cuando se trata de darme color es peor: quiero negro ¡el negro me encanta! pero no, no tanto, así ya es demasiado negro. Necesito el blanco para vivir... un poco más, más... ¡ya! Basta, en exceso encandila y no logro mantener su rigidez...
¡Azul! sí, el azul me serena; cuando soy azul (o verde) se me hace fácil respirar. Puede uno sentarse en el balcón a contemplarlo todo y ya no duele. Cerrar los ojos y viajar dentro de un pájaro, abrir los oídos y estremecerse con el crepitar abandonado de las hojas, ofrecerle al río las suciedades que se atascaron en la garganta y lavar la mirada en un agua diáfana y amable; estas cosas son posibles desde el azul y el verde.
Ahora rosado; tiene que verse añejado, un poco herido por el tiempo y ha de saberse necesariamente que el rosado que soy lleva muchas cicatrices.
Luego, rojo; no cualquiera, por supuesto. Ni tan escarlata ni tan ladrillo. Más bien coagulado, licuando un matiz salvaje y frenético como el de mi verdadera sangre, con tonos ligeramente lascivos, ligeramente extremos, mínimamente torturados, cual la molicie de la meretriz que juré que sería, por si acaso era cierto que no existía el amor.
Después de padecer este tallado angustioso, esta ablución de horas recorriendo las posibilidades, me arrugo contra la noche y voy a parar al cesto de la basura. Sigo sin saber lo que soy, o por lo menos, no tengo certezas. Me fertilizaron en el útero de la neurosis y la raíz de mi identidad se disolvió en el centro de su placenta.
Pero "la esperanza es lo último que se pierde"... y mañana... mañana volveré a intentarlo.
(Foto: Origami de culturas. Álvaro Escriche)